Allí observamos atónitos como aquellas actividades que otrora eran de absoluto dominio del hombre van siendo fagocitadas por los nuevos avances tecnológicos, como la robótica o la apabullante inteligencia artificial.
Es en este contexto de drástico cambio de paradigma, que siempre me viene a la memoria la anécdota de Don Pepe, un canoso docente jubilado, que conocí en una vieja casona de barrio devenida en cálido geriátrico, allá por mis años de adolescente, tratando de ganarme algunas monedas para mis gastos personales.
Recuerdo aquella litoraleña y cálida tarde de diciembre, en la que el sol se desvanecía tras los tejados de la vieja casona, mientras observaba tras el amplio ventanal a Don Pepe, quien era el único interno que había quedado en el florido patio central.
Sentado en un añoso banco de madera bajo la frondosa glicina, esperaba estoicamente la llegada de aquella carta que todos los años le enviaba su nieto en vísperas de la Navidad.
Ulises era su nieto menor, quien vivía con sus padres en el Litoral, y cursaba los primeros años de la escuela primaria, por lo que sus cartas eran simples hojas llenas de imperfecciones, palabras mal escritas y garabatos en forma de dibujos, pero que aún así eran para Don Pepe el regalo navideño más deseado.
Finalmente, y con los últimos rayos del día el cartero golpeó a la puerta... creo que el contexto navideño hizo que extendiera unos minutos su horario de trabajo para repartir todas las cartas del pueblo.
Me apuré a alcanzarle su anhelada misiva, suponiendo que esto dibujaría una gran mueca de felicidad en su blanca barba, pero no fue así. Pepe abrió la carta con el mismo entusiasmo que un adolescente lo hace (o mejor dicho lo hacía) con una carta de amor, sólo que inmediatamente después, su amplia sonrisa se fue paulatinamente esfumando.
Sólo recuerdo que me miró fijamente a los ojos y me dijo: lo que siempre he temido se ha hecho realidad.... han muerto las palabras. Luego, sus temblorosas y arrugadas manos me entregaron la carta y lentamente, casi en forma lastimosa, se alejó dirigiéndose a su habitación a esperar las campanadas de la iglesia del pueblo, que todos los años anuncian la llegada de la Navidad.
Por respeto, o quizás por la enorme sorpresa de lo acontecido, sólo atiné a guardar aquella intrigante carta, y sólo la abrí días después, en la soledad de mi cálida habitación, encontrándome con bellas imágenes navideñas que ilustraban una intachable tarjeta, y una carta que evidentemente había sido seleccionada de alguna página web y que, si bien contaba con una notable coherencia gramatical, carecía de la calidez propia de la impronta personal de un niño que recién se halla incursionando en el bello mundo de las letras.
Debo admitir que a priori, y quizás por la vorágine propia de la juventud, no interpreté aquellas premonitorias palabras, hasta mucho tiempo más tarde.
Luego de aquellos días, el destino me llevó lejos de mi pueblo natal, y ya nunca más volví a ver a Don Pepe. Pero creo que aquella anécdota marcó mi vida y el modo de posicionarme frente a los avances tecnológicos, los cuales son sin lugar a dudas herramientas de gran utilidad, pero que no reemplazan la esencia, la espontaneidad y la identidad propia de cada persona. Por eso siempre será mejor una imperfecta carta manuscrita a Papá Noel, que una intachable carta creada por inteligencia artificial.
DANIEL FORNERON
DNI 16958597