El obispo de La Pampa, Raúl Martín, expulsó a un sacerdote que estaba en la provincia desde hace más de 23 años. Se trata del cura párroco Luis Murri, conocido por su estilo conservador.
Durante más de dos décadas, el sacerdote estuvo estuvo al frente de las parroquias de Quemú Quemú, Ingeniero Luiggi, Embajador Martini y Alta Italia. También tuvo presencia en General Pico, Santa Rosa y otras localidades pampeanas.
Según consingó El Diario de La Pampa, en el último tiempo Murri se desempeñó en la iglesia de 25 de Mayo, pero ahora fue trasladado a Mendoza.
A medidados de 2008, el diario La Arena había denucniado una estrecha vinculación de Murri con dirigentes filonazis. En ese momento, estaba en Luiggi, y se lo describía como admirador del sacerdote Alberto Ignacio Ezcurra Uriburu, fundador del grupo nacinalista y filonazi Tacuara.
A comienzos de 2000 tuvo que dejar de dar clases de un colegio católico de General Pico por la denuncia de varios padres por su adscripción a lo más conservador de la Iglesia. El sacerdote Luis Murri, además, fue separado como formador religioso de un instituto secundario piquense en uno de sus pasos por el sistema educativo. Había sido contratado cuando estaba a cargo de la parroquia de Quemú Quemú para dar "orientación católica" a alumnos del ciclo secundario.
La carta completa de Luis Murri, publicada en el portal católico “Adelante la Fe”
Queridos amigos:
Dios en sus almas.
Por este medio quiero contarles lo que ya se ha tornado público: después de más de 23 años (¡sí, casi un cuarto de siglo!), debo dejar La Pampa.
Vine a esta diócesis de Santa Rosa en 1995, porque el obispo de entonces, Monseñor Brédice, había pedido sacerdotes prestados a la diócesis de San Rafael. Apenas tenía tres años y meses de ordenado cuando llegué. Desde entonces, con sus luces y sombras, aciertos y desaciertos, he tratado de cumplir fielmente la misión que el Señor me encomendó y para la cual desde toda la eternidad me eligió: ser sacerdote, mediador entre Dios y los hombres.
Por la formación que recibí en el Seminario (la cual agradeceré eternamente a Dios), siempre supe que la fidelidad a Jesucristo y a su Iglesia tiene su precio. A algunas almas grandes, ese precio que Dios les pide es el supremo testimonio, el martirio de sangre. A otros, el testimonio de la palabra y la conducta, el derramar la sangre gota a gota, día a día, y estar dispuestos, para mejor imitar a Cristo, a sufrir cualquier clase de persecución, “todas injurias y todo vituperio”, como dice San Ignacio de Loyola (Oblación del Reino: Ej. 98). De cualquier manera, la disposición al martirio cruento debe estar siempre presente en el alma de todo bautizado cabal, especialmente si es sacerdote.
Creo que ninguno de los destinatarios de esta carta ignora que la peor persecución –como lo hemos hablado más de una vez con algunos– hoy viene del seno de la misma Iglesia. No de la Iglesia fiel, la Esposa Santa del Verbo Crucificado, sino de aquella falsa iglesia, la “Gran Ramera” (Ap. 17, 2), adúltera, prostituida en sus dogmas, en su moral, en sus costumbres, en sus criterios, en sus pastores…, vergonzosamente desposada con el mundo.
Sabiamente, el padre Julio Meinvielle distinguía entre la “Iglesia de la Promesa” y la “iglesia de la publicidad”; esta última va ganando terreno cada día, mas la promesa de Cristo sobre la indefectibilidad de su Iglesia, no recae sobre ella, sino sobre la primera, a la cual tenemos la gracia de pertenecer.
Para la falsa iglesia, la de la publicidad, un pecado imperdonable he cometido en mis años de ministerio: “no haber doblado ante ella mis rodillas ni haber besado sus labios” (cf. 1 Rey. 19, 18).
El actual obispo, Monseñor Raúl Martín, me dice que me debo ir. ¿La razón? Según él, “cosas que rompen la unidad”, mi “pastoral” “no suma” en la diócesis, mi “estilo sacerdotal y mi formación”, no se adaptan al molde de la “iglesia pampeana”.
Hay agravios que elogian. Diría el padre Alberto Ezcurra: “Aprobé el examen de ortodoxia en la fe”. ¡Gracias, Señor! Gracias por haberme dado, durante todos estos años, la coherencia de la fe, la santa intransigencia para no ceder, toda vez que se me presionó –y hasta se me obligó– para obrar contra tu Ley, contra tu Iglesia y contra mi conciencia. “Dios mío, me complazco en tu Ley en el fondo de mi ser. He proclamado tu justicia […]; no he cerrado mis labios, Tú lo sabes, Señor. No he escondido tu justicia en el fondo de mi corazón, he proclamado tu fidelidad, tu salvación. No he ocultado tu amor y tu verdad […]” (Sal. 39 [40], 9-11).
Me siento honrado por “no haber sumado” látigos en las espaldas de Jesucristo, por no haberme adaptado al molde de la “unidad” que se me quería imponer, sobre todo en los últimos años. En verdad, nunca pretendí servir a la “iglesia pampeana”, sino a la “Iglesia Católica en La Pampa”. No entregué mi juventud y mi vida más que a una sola Iglesia: la de siempre, la verdadera, la de la Promesa, la que Cristo fundó sobre la roca de Pedro.
Amigos entrañables, dice San Pablo que “todo coopera para el bien de los que aman a Dios” (Rom. 8, 28). Y agrega San Agustín: “También el pecado”. El Señor saca bien del mal. Lejos de perjudicarme, por el contrario, la decisión del obispo me facilita la entrada al cielo, porque me hace acreedor de una bienaventuranza: “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt. 5, 10).
Mi principal deuda de gratitud es para con Dios, por las infinitas gracias que me regaló durante todos estos años. También a ustedes les agradezco de corazón por el apoyo espiritual, moral y material que siempre me brindaron. Siento como propio el dolor de muchos, y pido al Buen Pastor no les haga faltar el necesario alimento para sus almas.
Espero verlos nuevamente, si no es en esta vida, en la eterna. Mientras tanto, nos encontraremos diariamente en el Sagrario y en el Altar. La Virgen Madre los cobije bajo su Manto amoroso.
¡Fuerza y a no aflojar! El triunfo es nuestro. Sin Él, nada podemos; con Él, ya hemos vencido.
¡Dios no muere! ¡Viva Cristo Rey!
¡Maranatha! ¡Ven, Señor Jesús! (Ap. 22, 20).
Hasta siempre.
Mi bendición y cariño.
Luis E. Murri.